A lo largo de nuestro desarrollo como personas y como seres
sociales, nos vemos enfrentados día a día con una serie de situaciones en la
cuales debemos hacer una toma de decisiones especifica basados en nuestra
concepción del mundo y apelando a nuestros rasgos de personalidad más
distintivos. Es así como en nuestro diario vivir, vamos forjando una identidad
propia, y somos capaces de ubicarnos como seres individuales que hacen al mismo
tiempo parte de una sociedad.
En una esfera muy personal, nuestras actuaciones y
decisiones tienen un margen de afectación moderadamente restrictivo, dado que
las consecuencias directas de dichas acciones se restringen a la esfera
individual de la persona y, accidentalmente, a la demás personas que se
encuentran a su alrededor, siendo cada vez menos perceptible la afectación
conforme se va alejando de su centro. Esto funciona aparentemente bien pues
como todos sabemos somos seres absolutamente morales, pues no tenemos opción de
no serlo; todos actuamos conforme a las condiciones que nos generen felicidad
en mayor grado, en un principio, y si somos seres basados en la sociabilidad y
el respeto a la diferencia, trataremos que dichos actos influyan en menor grado
a las personas de nuestro alrededor si están no redundan en su bienestar.
Es así como nuestra libertad de decisión, al vivir en
comunidad, se vería en principio limitada por la única restricción del mismo
derecho de libertad de los demás, bajo el entendido de que ningún ejercicio
puede ser superior a otro, basándonos en el reconocimiento del otro como un
igual y buscando las soluciones más óptimas para generar un estado de bienestar
para ambos.
Estos valores exigen unos mínimos para que la convivencia se
pueda dar en todos los escenarios, es decir, que se busca que la moralidad de
cada persona sea consonante con la de los demás, permitiendo ejercer a su mayor
exponente cada una de sus libertades. Basados en este supuesto, configuramos
una serie de codificación ética, en el cual acordamos, taxativa o laxamente,
una cantidad de principios que son indiscutiblemente necesarios para generar
una sana convivencia, dado que los seres humanos somos por naturaleza seres
sociales, que si bien podríamos tener un desarrollo aceptable como individuos,
adhiriéndonos a un sistema cooperativo es cómo podemos explotar al máximo
nuestras capacidades.
Según los neurocientificos, el hombre esta biológicamente
programado para cooperar, pues desde la perspectiva evolucionista, somos los
únicos seres capaces de tener un sentido claro de que los resultados cuando se
trabaja en comunidad son mucho más efectivos que cuando se actúa como
individuo, y no hace falta entrar en un largo debate filosófico para caer en la
cuenta de esto.
El hombre es eminentemente un ser social, y está programado
como ya lo dijimos, para ejercer esas actitudes colaborativas al interior de su
comunidad; sin embargo, en la práctica, el planteamiento no resulta tan
efectivo ni tan poético como se pensaría en un principio.
El mismo desarrollo evolucionista que se ha encargado de presentarnos
progreso en forma de tecnología y concreto se ha dado a la tarea de levantar
muros ideológicos entre nosotros mismos, pues hablar de un nexo capaz de
unirnos como especie creo que rara vez en la historia de la humanidad se ha
presentado. Lo cierto es que estamos divididos por una cantidad de arquetipos
ideológicos, políticos, religiosos, sociales, que no solo se presentan como
desiguales entre si, sino que además se encaran como enemigos, dando la
impresión de que la subsistencia de uno implica inevitablemente la extinción
eventual del otro.
Esto hace mucho más difícil ejercer una idea de una ética
global, como ha hablado en repetidas veces Francesc Torralba, pues el ciudadano
del común, además de identificarse con una convicción personal, es decir su
carácter propio como persona, debe también formarse un carácter religioso, uno
político, uno económico, y, aunque su actitud frente a cualquiera de estos
aspecto sea indiferente o contraria, es imposible ignorarlos del todo, estas
ideas se ven exponencialmente problemáticas al momento de integrarlas con las
del resto de mi comunidad, de mi distrito, de mi país, mi continente, todo el
proceso que debe pasar mi decisión y mi carácter para ser considerado como una
verdad universal.
En el mundo de la filosofía, Immanuel Kant fue capaz de
resumir este mismo pensamiento en un marco particularmente efectivo al enunciar
dentro de su Imperativo Categórico 2 ideas que dibujan a la perfección el tema
a tratar:
Fórmula del fin en
si mismo:
"Obra de tal modo que uses la humanidad,
tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin
al mismo tiempo y nunca solamente como un medio"
Fórmula de la
autonomía:
"Obra como si
por medio de tus máximas fueras siempre un miembro legislador en un reino
universal de fines"
El carácter de una persona que es capaz de obrar buen,
siguiendo estándares éticos plenamente lógicos, basados en un respeto al
prójimo e instaurados de una forma
lógica y ampliamente estudiada, podrían verse entorpecidos por la intervención
de una comunidad viciada, pues si partimos de la base democrática de que la
mayoría no se equivoca, entonces inevitablemente tendremos, que admitir, si la
persona no comparte dicha opinión que el individuo está mal. Ideas de muchos
pensadores pueden ser universalmente válidas y bien fundamentadas, argumentadas
por un sentido filosófico de la vida y
la existencia que buscan permitir una convivencia armonios entre seres humanos,
así como con su entorno, pero al ir estos ideales en contra de la mayoría, es
os resultan eventualmente obsoletos y faltos del ímpetu necesario para ser
aplicados o siquiera considerados.
Algunas decisiones tomadas por grandes comunidades tiene
resultados evidentemente caóticos, autodestructivos y devastadores, que son
obvios ante los ojos de cualquier ser dotado de intelecto, pero que por tener
una aceptabilidad mayor dentro de un grupo específico de individuos que
detentan cierto grado de poder, el suficiente para imponer sus decisiones de
forma imperativa, resultan integradas al marco de pensamiento de la comunidad,
dividiendo aún más una especia ya bastante fragmentada.
Es aquí cuando pareciera que se encuentra una dicotomía
entre ser y comunidad, cuando el individuo no comparte la opinión de la mayoría
y considera que su entorno está viciado por una serie de comportamientos
comúnmente aceptados pero que no encajan con su propia configuración moral.
¿Existe acaso una posibilidad de que la persona obtenga un
mejor desarrollo como individuo que como parte mecánica de una comunidad?
Una Primera respuesta obvia: No. Una respuesta pensada un
poco más a fondo: cambie de comunidad. Una tercera y última respuesta: forme su
propia comunidad, aunque tenga que hacerla solo.
Todas son absolutamente validas, pues después de haber levantado
un panegírico a la programación intrínsecamente moral de cada ser, sería una
contrariedad calificar alguna como errada o alejada de la verdad. Sin embargo,
abordare la presente temática desde mi opinión moralmente valida.
Si arrancamos de la primera respuesta, el hombre no tiene
posibilidades de sobrevivir sin una comunidad, pues núcleos tan básicos como el
de la familia, los colegas, los amigos, son indispensables para el desarrollo
del ser como un elemento social. Apliquemos estas parámetros a la primera
infancia del individuo, para el cual, dichos parámetros resultan perfectamente
aceptable y más aún necesarios; pero conforme al desarrollo físico, emocional e
intelectual del individuo va avanzando, sus apegos, su necesidad de atención,
de compañía, resultan cada vez menos útiles y prácticos, al punto en que
podrían llegar a interrumpir su desarrollo como adulto. Por lo cual sería válido
aceptar que en cierta etapa de la vida, el individuo puede desarrollarse
plenamente como un individuo sin la necesidad de compartir con otras personas.
Respecto a la segunda respuesta, un cambio de comunidad no
siempre es viable, puesto que en primer lugar, solo un estilo de vida muy
particular dotaría de los recursos necesarios para que un individuo sea capaz
de cambiar su entorno a uno que le parezca más placentero, y en segundo lugar,
existe la opción de que, muy contrario a las expectativas iniciales, el nuevo
ambiente se nos presente con iguales condiciones de corrupción, o estas mismas se
vean en un grado muy superior a las anteriores.
Finalmente, si partimos de la idea de que un individuo puede
convertirse en su propia comunidad, esta, en primer lugar, debe estar
proyectada específicamente a la cultivación de virtudes que, por peligro de
terminar identificadas como vicios, de parte de una sociedad ya contaminada, su
única salida es resguardar sus proezas a un ámbito personal, en el que sus
habilidades afloren y sean capaces de ser proyectadas al ámbito universal.
Un individuo puede transformarse en su propia comunidad,
claro que sí, manteniendo la plena perspectiva de que lo que va a conseguir es
muy superior a lo que sacrifica, que la única forma de conservar sus costumbres,
las más arraigadas dentro de la esencia de su personalidad, es emprender la
fuga, teniendo en cuenta que en su aislamiento es la única forma oportuna de
ejerces dichas proezas sin interrumpir el libre desarrollo de las capacidades
de la comunidad.
Por supuesto, esta idea hace ruido con el ideal altruista
que se enmarca dentro de los esquemas éticos más universales, la solidaridad, el
respaldo común y el mismo espíritu cooperativo que hace tan particular a
nuestra especie y resuelve la empatía como un estilo de vida. Sin embargo, en
el tema anteriormente planteado, el aislamiento no se busca como una forma de
cambiar sistemas, de entrar el dilema encumbrado de los últimos valores
apelables por la humanidad, sino que en este particular punto de vista, se
enmarca plenamente como un instinto de conservación.
Finalmente, si bien se ha tomado en cuenta a través de las
diferentes teorías éticas, que el altruismo tiene un componente biológico, lo
que lleva a los seres humanos para cooperar entre si para alcanzar resultados
de grado más alto que los que se conseguirían en un rango individual, vemos que
muchas veces, en nuestro mundo real, las diferentes esferas sociales, de género,
políticas, económicas y religiosas nos llevan a enmarcar comportamientos
previamente programados para sentir empatía por algunos individuos cercanos y
enfocar nuestro repudio hacia los contrarios, pues generalmente, en cualquier
rama de cualquier ciencia sobre un tema cualquiera, primero nace una hipótesis;
esta se somete a comprobación; y al convertirse en teoría, el primer filtro que
debe pasar es el de la aceptabilidad, por lo que es bastante común que se
genere una segunda hipótesis con el único interés de falsear a la primera.
En este orden de ideas, el dialogo resulta nuestra más
poderosa fuente de conciliación entre partes con intereses distintos, pero
mientras existan desigualdades que seccionen al grupo en diferentes lados del
tablero, y no se considere a la contraparte como un igual atendiendo el mismo
valor a las apreciaciones tanto de un lado como de otro, no se podrá hacer un
ejercicio pleno del discurso, un elemento racional que debería identificarnos
como humanos.